Traducido para Rebelión por Germán Leyens |
PARIS.- Lo último que EE.UU. debe hacer es embrollarse militarmente en el conflicto que vuelve a arrasar Irak. Pero que los estadounidenses sacudan sus cabezas en altivo desdén y se distancien, como si no tuviera ninguna responsabilidad del interminable derramamiento de sangre, es indignante. ¿Por qué? Porque EE.UU. tiene gran parte de la culpa por convertir Irak en el caso perdido en que se ha convertido.
La gran mayoría de los estadounidenses no se da cuenta de esta realidad. Nunca lo ha hecho. Una parte tan importante de lo que EE.UU. hizo a Irak ha sido consignada por ese país a un agujero negro de la historia. Los iraquíes, sin embargo, no olvidarán jamás.
En 1990, por ejemplo, durante la primera Guerra del Golfo, George H.W. Bush, llamó al pueblo de Irak a sublevarse y derrocar a Sadam Hussein. Pero cuando finalmente lo hizo, después de que las fuerzas de Sadam fueran expulsadas de Kuwait, el presidente Bush se negó a cualquier gesto de apoyo, incluso permitió que los pilotos de Sadam volaran en sus mortíferos helicópteros artillados. Cientos de miles de iraquíes fueron masacrados.
[H.W. Bush negó posteriormente cualquier responsabilidad por ese levantamiento, pero su llamado a los iraquíes se puede oír en un documental que produje con Michel Despratx, The Trial of Saddam Hussein.]
Aún más devastador para Irak fue el draconiano embargo que EE.UU. y sus aliados impusieron a través del Consejo de Seguridad de la ONU en agosto de 1990 después de que Sadam invadió Kuwait.
El embargo cortó todo el comercio entre Irak y el resto del mundo. Eso significó todo, desde alimentos y generadores eléctricos hasta vacunas, equipos hospitalarios e incluso revistas médicas. Ya que Irak importaba el 70% de sus alimentos, y sus principales ingresos procedían de la exportación de petróleo, las sanciones representaron un golpe catastrófico, particularmente para los jóvenes.
Impuestas primordialmente por EE.UU. y Gran Bretaña, las sanciones continuaron en vigencia durante casi 13 años y fueron, a su manera, un arma de destrucción masiva mucho más letal que cualquiera desarrollada por Sadam. Dos administradores de la ONU que supervisaron la ayuda humanitaria en Irak durante ese período, y renunciaron para protestar, consideraron que el embargo había sido un “crimen contra la humanidad”.
Desde el principio fue evidente que para EE.UU. e Inglaterra, el verdadero propósito de las sanciones no era la eliminación de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein, sino la del propio Sadam Hussein, aunque ese objetivo iba mucho más allá de cualquier cosa autorizada por el Consejo de Seguridad.
El efecto de las sanciones fue ampliado por la destrucción a gran escala de la infraestructura de Irak –centrales eléctricas, instalaciones de tratamiento de aguas residuales, centrales telefónicas, sistemas de irrigación– causada por ataques aéreos y de cohetes estadounidenses antes de la primera Guerra del Golfo. Esa infraestructura todavía tiene que ser completamente reconstruida.
Las aguas contaminadas de Irak se convirtieron en un asesino biológico tan letal como cualquier cosa que Sadam había intentado producir. Hubo estallidos masivos de disentería grave en niños y lactantes. El tifus y el cólera, que prácticamente se habían erradicado en Irak, también repletaron las salas de los hospitales.
A esto se agregó una desastrosa escasez de alimentos, lo que significó desnutrición para algunos, hambruna y muerte para otros. Al mismo tiempo, el sistema médico, que otrora fue el orgullo del país, se precipitó al colapso total. Irakq pronto tuvo la peor tasa de mortalidad infantil de los 188 países medidos por UNICEF.
No cabe duda de que los planificadores estadounidenses sabían lo terrible que sería el impacto de las sanciones. De hecho, la calamidad sanitaria fue fríamente pronosticada y luego meticulosamente rastreada por la Agencia de Inteligencia de la Defensa del Pentágono. Su primer estudio fue titulado “Vulnerabilidades del Tratamiento de Agua de Irak”.
Por cierto, desde el comienzo, la intención de los funcionarios estadounidenses fue crear una situación tan catastrófica que el pueblo de Irak –civiles, pero particularmente militares– se vería obligado a reaccionar. Como me dijo Denis Halliday, excoordinador humanitario de la ONU: “la teoría de EE.UU. tras las sanciones fue que si se dañaba al pueblo de Irak y se mataba particularmente a los niños, se levantaría enfurecido y derrocaría a Sadam”.
Pero en lugar de debilitar a Sadam, las sanciones solo consolidaron su control del poder. “El pueblo no responsabilizó a Sadam de sus sufrimientos”, dijo Halliday. “Culparon a EE.UU. y a la ONU por las sanciones y el dolor y la ira que esas sanciones causaron en sus vidas”.
Incluso después de que las sanciones fueran modificadas en el “Programa de Petróleo por Alimentos” de 1996, los recursos liberados nunca fueron suficientes para cubrir las necesidades básicas de Irak. Hans von Sponeck, quien también renunció a su puesto de coordinador de la ONU en Irak, condenó el programa como “hoja de parra de la comunidad internacional”.
En 1999 un estudio de la UNICEF concluyó que medio millón de niños iraquíes perecieron en los ocho años anteriores debido a las sanciones, y eso fue cuatro años antes de que terminaran. Otro experto estadounidense calculó en 2003 que las sanciones mataron entre 343.900 y 529.000 niños y lactantes, ciertamente más que los muertos por Sadam Hussein.
Más allá de las muertes y la destrucción generalizada, las sanciones tuvieron otro impacto igualmente devastador pero menos visible, como lo documentó temprano un grupo de investigadores médicos de Harvard. Informaron de que cuatro de cada cinco niños entrevistados temían perder a sus familias; dos tercios dudaban de que ellos mismos sobrevivieran hasta ser adultos. Eran “los hijos de la guerra más traumatizados jamás descritos”.
Los expertos concluyeron que “una mayoría de los niños de Irak sufriría severos problemas psicológicos durante toda su vida”.
Mucho más escalofriante es el hecho de que el estudio de Harvard se hizo en 1991, después de que las sanciones estuvieran vigentes solo durante siete meses. Continuaron 12 años más, hasta el 22 de mayo de 2003, después de la invasión dirigida por EE.UU.
Para entonces toda una generación de iraquíes había sido devastada. Pero en lugar de terminar con esa pesadilla, la invasión desencadenó otra serie de horrores.
Los cálculos de iraquíes que murieron durante los años siguientes, debido directa o indirectamente a la violencia salvaje, llegan a 400.000. Millones de personas más se convirtieron en refugiadas.
Pero hubo más. El ataque militar y el régimen estadounidense que vino inmediatamente después destruyó no solo a la población y la infraestructura de Irak, sino la fibra misma de la nación. Aunque la tiranía de Sadam fue implacable, los pueblos dispares del país habían comenzado a vivir juntos como iraquíes, en las mismas ciudades y vecindarios, asistiendo a las mismas escuelas, casándose entre ellos, desarrollando lentamente un sentido de nacionalidad.
Ese proceso fue destruido por los procónsules estadounidenses que se hicieron cargo después de la invasión. Supervisaron una purga política masiva, una caza de brujas que llevó a aniquilar ministerios claves, al colapso de la policía y los militares y otras instituciones clave del gobierno sin crear estructuras nuevas viables en su lugar. Los chiíes, a quienes EE.UU. ayudó a llegar al poder, se vengaron de los suníes, muchos de los cuales habían apoyado a Sadam.
El resultado fue catastrófico. Los iraquíes aterrorizados se volvieron hacia la seguridad de sus propios dirigentes tribales o sectarios. Las milicias locales florecieron. La violencia creció fuera de control. Miles de personas murieron en una horrible oleada de limpieza étnica.
Mediante el soborno y la presión política, EE.UU. logró reducir la conflagración que había ayudado a poner en marcha. Por debajo, sin embargo, la desconfianza y el odio siguieron ardiendo lentamente.
Y entonces, en 2011, las tropas de EE.UU. se retiraron. El presidente Maliki siguió echando gasolina al fuego, negándose a dar a suníes y kurdos una parte del poder. Y ahora, alimentado por el conflicto en la vecina Siria, Irak vuelve a estar envuelto en un caos sangriento.
¿Y quién tiene que encarar todo esto? La generación de iraquíes que los investigadores de Harvard habían calificado hace tiempo de “los hijos más traumatizados de la guerra jamás descritos”. Quienes en su mayoría “sufrirán severos problemas psicológicos durante todas sus vidas”.
Son ellos los que ahora han llegado a la mayoría de edad. Son ellos quienes, si no han huido del país, son comandantes de los militares y de la policía, empresarios, burócratas y editores de prensa, jefes tribales y líderes sectarios, imanes, yihadistas y atacantes suicidas, todos ellos todavía atrapados en la interminable calamidad de Irak.
Ese, EE.UU., es el legado que ayudaste a crear en Irak. ¿Cómo lo vas a encarar? Solo Dios lo sabe.
Barry Lando es exproductor de 60 Minutes, ahora vive en París. Es autor de The Watchman’s File. Para contactos: barrylando@gmail. o a través de su web.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2014/01/10/the-american-legacy-in-iraq/
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La gran mayoría de los estadounidenses no se da cuenta de esta realidad. Nunca lo ha hecho. Una parte tan importante de lo que EE.UU. hizo a Irak ha sido consignada por ese país a un agujero negro de la historia. Los iraquíes, sin embargo, no olvidarán jamás.
En 1990, por ejemplo, durante la primera Guerra del Golfo, George H.W. Bush, llamó al pueblo de Irak a sublevarse y derrocar a Sadam Hussein. Pero cuando finalmente lo hizo, después de que las fuerzas de Sadam fueran expulsadas de Kuwait, el presidente Bush se negó a cualquier gesto de apoyo, incluso permitió que los pilotos de Sadam volaran en sus mortíferos helicópteros artillados. Cientos de miles de iraquíes fueron masacrados.
[H.W. Bush negó posteriormente cualquier responsabilidad por ese levantamiento, pero su llamado a los iraquíes se puede oír en un documental que produje con Michel Despratx, The Trial of Saddam Hussein.]
Aún más devastador para Irak fue el draconiano embargo que EE.UU. y sus aliados impusieron a través del Consejo de Seguridad de la ONU en agosto de 1990 después de que Sadam invadió Kuwait.
El embargo cortó todo el comercio entre Irak y el resto del mundo. Eso significó todo, desde alimentos y generadores eléctricos hasta vacunas, equipos hospitalarios e incluso revistas médicas. Ya que Irak importaba el 70% de sus alimentos, y sus principales ingresos procedían de la exportación de petróleo, las sanciones representaron un golpe catastrófico, particularmente para los jóvenes.
Impuestas primordialmente por EE.UU. y Gran Bretaña, las sanciones continuaron en vigencia durante casi 13 años y fueron, a su manera, un arma de destrucción masiva mucho más letal que cualquiera desarrollada por Sadam. Dos administradores de la ONU que supervisaron la ayuda humanitaria en Irak durante ese período, y renunciaron para protestar, consideraron que el embargo había sido un “crimen contra la humanidad”.
Desde el principio fue evidente que para EE.UU. e Inglaterra, el verdadero propósito de las sanciones no era la eliminación de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein, sino la del propio Sadam Hussein, aunque ese objetivo iba mucho más allá de cualquier cosa autorizada por el Consejo de Seguridad.
El efecto de las sanciones fue ampliado por la destrucción a gran escala de la infraestructura de Irak –centrales eléctricas, instalaciones de tratamiento de aguas residuales, centrales telefónicas, sistemas de irrigación– causada por ataques aéreos y de cohetes estadounidenses antes de la primera Guerra del Golfo. Esa infraestructura todavía tiene que ser completamente reconstruida.
Las aguas contaminadas de Irak se convirtieron en un asesino biológico tan letal como cualquier cosa que Sadam había intentado producir. Hubo estallidos masivos de disentería grave en niños y lactantes. El tifus y el cólera, que prácticamente se habían erradicado en Irak, también repletaron las salas de los hospitales.
A esto se agregó una desastrosa escasez de alimentos, lo que significó desnutrición para algunos, hambruna y muerte para otros. Al mismo tiempo, el sistema médico, que otrora fue el orgullo del país, se precipitó al colapso total. Irakq pronto tuvo la peor tasa de mortalidad infantil de los 188 países medidos por UNICEF.
No cabe duda de que los planificadores estadounidenses sabían lo terrible que sería el impacto de las sanciones. De hecho, la calamidad sanitaria fue fríamente pronosticada y luego meticulosamente rastreada por la Agencia de Inteligencia de la Defensa del Pentágono. Su primer estudio fue titulado “Vulnerabilidades del Tratamiento de Agua de Irak”.
Por cierto, desde el comienzo, la intención de los funcionarios estadounidenses fue crear una situación tan catastrófica que el pueblo de Irak –civiles, pero particularmente militares– se vería obligado a reaccionar. Como me dijo Denis Halliday, excoordinador humanitario de la ONU: “la teoría de EE.UU. tras las sanciones fue que si se dañaba al pueblo de Irak y se mataba particularmente a los niños, se levantaría enfurecido y derrocaría a Sadam”.
Pero en lugar de debilitar a Sadam, las sanciones solo consolidaron su control del poder. “El pueblo no responsabilizó a Sadam de sus sufrimientos”, dijo Halliday. “Culparon a EE.UU. y a la ONU por las sanciones y el dolor y la ira que esas sanciones causaron en sus vidas”.
Incluso después de que las sanciones fueran modificadas en el “Programa de Petróleo por Alimentos” de 1996, los recursos liberados nunca fueron suficientes para cubrir las necesidades básicas de Irak. Hans von Sponeck, quien también renunció a su puesto de coordinador de la ONU en Irak, condenó el programa como “hoja de parra de la comunidad internacional”.
En 1999 un estudio de la UNICEF concluyó que medio millón de niños iraquíes perecieron en los ocho años anteriores debido a las sanciones, y eso fue cuatro años antes de que terminaran. Otro experto estadounidense calculó en 2003 que las sanciones mataron entre 343.900 y 529.000 niños y lactantes, ciertamente más que los muertos por Sadam Hussein.
Más allá de las muertes y la destrucción generalizada, las sanciones tuvieron otro impacto igualmente devastador pero menos visible, como lo documentó temprano un grupo de investigadores médicos de Harvard. Informaron de que cuatro de cada cinco niños entrevistados temían perder a sus familias; dos tercios dudaban de que ellos mismos sobrevivieran hasta ser adultos. Eran “los hijos de la guerra más traumatizados jamás descritos”.
Los expertos concluyeron que “una mayoría de los niños de Irak sufriría severos problemas psicológicos durante toda su vida”.
Mucho más escalofriante es el hecho de que el estudio de Harvard se hizo en 1991, después de que las sanciones estuvieran vigentes solo durante siete meses. Continuaron 12 años más, hasta el 22 de mayo de 2003, después de la invasión dirigida por EE.UU.
Para entonces toda una generación de iraquíes había sido devastada. Pero en lugar de terminar con esa pesadilla, la invasión desencadenó otra serie de horrores.
Los cálculos de iraquíes que murieron durante los años siguientes, debido directa o indirectamente a la violencia salvaje, llegan a 400.000. Millones de personas más se convirtieron en refugiadas.
Pero hubo más. El ataque militar y el régimen estadounidense que vino inmediatamente después destruyó no solo a la población y la infraestructura de Irak, sino la fibra misma de la nación. Aunque la tiranía de Sadam fue implacable, los pueblos dispares del país habían comenzado a vivir juntos como iraquíes, en las mismas ciudades y vecindarios, asistiendo a las mismas escuelas, casándose entre ellos, desarrollando lentamente un sentido de nacionalidad.
Ese proceso fue destruido por los procónsules estadounidenses que se hicieron cargo después de la invasión. Supervisaron una purga política masiva, una caza de brujas que llevó a aniquilar ministerios claves, al colapso de la policía y los militares y otras instituciones clave del gobierno sin crear estructuras nuevas viables en su lugar. Los chiíes, a quienes EE.UU. ayudó a llegar al poder, se vengaron de los suníes, muchos de los cuales habían apoyado a Sadam.
El resultado fue catastrófico. Los iraquíes aterrorizados se volvieron hacia la seguridad de sus propios dirigentes tribales o sectarios. Las milicias locales florecieron. La violencia creció fuera de control. Miles de personas murieron en una horrible oleada de limpieza étnica.
Mediante el soborno y la presión política, EE.UU. logró reducir la conflagración que había ayudado a poner en marcha. Por debajo, sin embargo, la desconfianza y el odio siguieron ardiendo lentamente.
Y entonces, en 2011, las tropas de EE.UU. se retiraron. El presidente Maliki siguió echando gasolina al fuego, negándose a dar a suníes y kurdos una parte del poder. Y ahora, alimentado por el conflicto en la vecina Siria, Irak vuelve a estar envuelto en un caos sangriento.
¿Y quién tiene que encarar todo esto? La generación de iraquíes que los investigadores de Harvard habían calificado hace tiempo de “los hijos más traumatizados de la guerra jamás descritos”. Quienes en su mayoría “sufrirán severos problemas psicológicos durante todas sus vidas”.
Son ellos los que ahora han llegado a la mayoría de edad. Son ellos quienes, si no han huido del país, son comandantes de los militares y de la policía, empresarios, burócratas y editores de prensa, jefes tribales y líderes sectarios, imanes, yihadistas y atacantes suicidas, todos ellos todavía atrapados en la interminable calamidad de Irak.
Ese, EE.UU., es el legado que ayudaste a crear en Irak. ¿Cómo lo vas a encarar? Solo Dios lo sabe.
Barry Lando es exproductor de 60 Minutes, ahora vive en París. Es autor de The Watchman’s File. Para contactos: barrylando@gmail. o a través de su web.
Fuente: http://www.counterpunch.org/2014/01/10/the-american-legacy-in-iraq/
rCR
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